Por: José María Barbado
“La nación más fuerte del mundo es sin duda España. Siempre ha intentado autodestruirse y nunca lo ha conseguido. El día que dejen de intentarlo, volverán a ser la vanguardia del mundo”
“Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí misma y todavía no lo ha conseguido”
Aunque muchos conocieran la frase, en alguna de sus versiones, lo cual da que sospechar en relación a su verosimilitud, se ha hecho más famosa (“¡viral!”) desde que uno de los personajes de la serie “El Ministerio del Tiempo” la citó.
No hay evidencia alguna de que “el canciller de hierro” Otto von Bismarck pronunciase esta frase, y no parece creíble que pueda partir de un personaje con altas dosis de egocentrismo. Como me costaba creer que tal señor hubiera pronunciado tan grandilocuente –laudatoria e irónica- sentencia, he utilizado el estudio, bastante profundo, de un bloguero pagado de sí mismo, tal vez con razones, José María Gallardo, quien en su página (Leer más aquí)
desgrana, a mi juicio con bastante juicio, los pormenores que anteceden y suceden a la cita de marras.
No se encuentran fuentes escritas en alemán o en otros idiomas. Si realmente la frase hubiera sido considerada como cierta, hubiera aparecido en algún documento de la época y entonces nos la hubieran hecho recitar diariamente en las escuelas franquistas, eso sí, convenientemente maquillada Hay quien supone que la cita fue acuñada por un diplomático español, incluso que fue difundida por un político hispano de la transición, retirado, ídolo de la clase obrera, pero que en estos tiempos, cada vez que habla, sube el pan.
Según Gallardo hay un pensamiento que también se atribuye al canciller, refiriéndose a los españoles, pero tampoco está confirmada su veracidad:
“¡Ah, esos españoles, no se dan cuenta de lo que es lo honorable, ni siquiera de lo conveniente! Así lo han demostrado desde el principio de la guerra. (guerra franco prusiana 1870) No hay uno sólo de esos castellanos tan pundonorosos que haya mostrado su indignación a propósito de la causa de esta guerra: la intervención de Napoleón III en su elección como si tuviera derecho a interesarse por ella y tratarlos como vasallos. Esos españoles se parecen a Ángel de Miranda (diplomático y noble español) que originalmente era un truhán pero que se convirtió en confidente de Prim y probablemente del rey”.
Más fiable, por haberse encontrado en una nota a pie de un libro titulado Remarks on the North of Spain (1823), de John Bramsen (1761-1832), un viajero romántico que atribuye una frase similar a Federico el Grande de Prusia, conversando con su ministro de la guerra:
“Federico el Grande, conversando con su Ministro de la Guerra, le preguntó cuál país de Europa consideraba que era el más difícil de llevar a la ruina. El monarca, notando que el ministro estaba desconcertado, respondió por él: “es España; su propio gobierno ha intentado durante muchos años llevarla a la ruina, pero sin resultado alguno.”(trad. del inglés)
Como quiera que sea, y dado que la cita no se puede sostener en términos de verosimilitud, lo que procede es analizarla para intentar descifrar al menos la intención de quien la puso en circulación.
Parece evidente que la categórica afirmación de la que hace gala la cita en su primera parte no es una proclamación de la fortaleza de España en sí, que pudiera seguir válida sacada del contexto. Me inclino a creer que con la primera aseveración lo único que se pretende es reforzar la que sigue a continuación: “siempre ha intentado autodestruirse y nunca lo ha conseguido” Y ahí es donde se puede otorgar a la dichosa cita carta de naturaleza. Fuera quien fuese quien la elaboró, lo que pretendía era poner de relieve la capacidad que tenemos los españoles para fagocitar cualquier factor de estabilidad, acuerdos, compromisos, llevados por una especie de cainismo que tiene su máximo exponente en los políticos que nos representan “democráticamente” o que nos representaron “dactilarmente” en un pasado. La idea de las dos Españas irreductibles.
Analicemos la historia, maestra de la vida. Mal que pese a algunos, que lo desearían con tanto ardor que no dudarían en recurrir a métodos poco apacibles para conseguirlo, España no es ni fue nunca uniforme, ni siquiera fue siempre España. Solo a partir de la unión dinástica del siglo XV, que unificó la cabeza pero no la administración y la personalidad de los territorios. Es la tan traída y llevada globalización la que puede atenuar las diferencias entre los estados, y que presumiblemente las dejará en anécdotas enlatadas propicias para atraer turismo. Esta diversidad, que pudiera ser enriquecedora, para muchos solo es un arma de menosprecio de los demás, que justifica cualquier acción aunque suponga ejercerla contra un mínimo sentido de civismo o respeto hacia otros.
Hubo un momento de la historia en que los españoles parecieron conjurarse (casi) unánimemente en un objetivo común: el de expulsar del suelo patrio a los franceses invasores allá por el año de 1808. En 1812 se promulgó una constitución, la Pepa, que iba a ser la panacea una vez que los gabachos abandonasen España. No sabemos si nos hubiera ido mejor con la dinastía bonapartiana o es que lo llevamos en la sangre; El ejemplar de Borbón que nos vino provocó uno de los más nefastos periodos de la historia. De no haber llegado al trono Fernando VII tal vez se hubieran introducido en el montaraz país las nuevas ideas emanadas de la Ilustración y la Revolución Francesa que cambiaron el mundo. Todo esto se trocó en una guerra sin cuartel donde perecieron los personajes más preclaros en la defensa de la pretendida renovación del país, dando comienzo al siglo más turbulento de la historia común: guerras por el trono y las ideas, revoluciones, ensayos de república, ensayos de cambio de dinastía, cantonalismo provinciano, pronunciamientos militares, atraso generalizado de las estructuras sociales y económicas del país.
Y si el siglo XIX fue lastimoso, no lo fue menos la primera mitad del XX, que conllevó una despiadada guerra y una posterior dictadura que provocó que España se mantuviera aislada hasta que el feroz anticomunismo del dictador le vino bien al feroz anticomunismo del imperio americano, que nos colocó sus bases militares y nos sumergió en el mundo del desarrollo y del consumismo.
Hoy somos una “democracia”. Hubo unos pactos en los que unos cedieron más que otros: unos dejaron atrás la exigencia de retorno al régimen republicano legítimamente constituido y con ello la posibilidad de una auténtica soberanía popular adquiriendo un cierto derecho al pataleo, algo incluso últimamente más cercenado; otros renunciaron a la dictadura, sistema que sabían que no podía pervivir en el entorno de occidente, pero mantuvieron el poder económico, la judicatura (¡perdón, perdón, hay de todo!), el ejército (¡perdón, perdón, hay de todo!) y los medios de comunicación (¡perdón, perdón, casi todos!) ¡Ah!, y la bandera, que fue monopolizada por un sector por la dejación de otro que no la quiso asumir a pesar de que la Constitución de 1978 la consagrase con el respaldo mayoritario de los españoles de aquella época (hoy habría que comprobarlo de nuevo pero no quieren que se pregunte) al constituir un símbolo de la represión ejercida durante tantos años de dictadura.
Los últimos meses, aquejados por un problema sanitario mundial que ha sorprendido a todos los gobiernos del mundo, una parte cree que las banderas rojigualdas pueden resolver la gravedad de la situación. Bueno, no lo creen ellos; en realidad les importa un bledo, sino que consiguen hacérselo creer a muchos y para ello, y para demostrar su empecinamiento en derrocar al gobierno “social comunista bolivariano”, no dudan, entre muchas otras acciones, en emprender una nueva guerra sin cuartel contra el ejecutivo y no dudan en llegar a imputar a un servidor público, médico de irreprochable vocación, demostrada en la colaboración desinteresada e incluso riesgosa salvando vidas en otros países, allá donde lo necesitaron, de un talante conciliador, paciente, que pone la ciencia al servicio de la salud pública, gobierne quien gobierne, y lo acusan de provocar la muerte de veintisiete mil españoles. ¿Qué mejor muestra de despropósito en un país donde se es capaz de morir matando, y donde el bien común está para muchos muy por debajo de los espurios intereses propios o del simple orgullo de mantener a toda costa, caiga quien caiga, las convicciones personales (esto aplíquenselo los que solo tienen convicciones personales y no privilegios económicos que defender), muchas veces impropias, adquiridas por siglos de alienación e incultura cívica?
De la última parte de la frase, aquello de “El día que dejen de intentarlo, volverán a ser la vanguardia del mundo”
podríamos dejarla para los de “volverán banderas victoriosas” o “unidad de destino en lo universal” o “la nación poderosa que jamás dejó de vencer”
¿No sería posible destacar por ser el estado modelo de convivencia, armonía, paz, igualdad y colaboración? No hay más comentarios.