Volver a Roma (I)

Volver a Roma

Cap 1º

Hace algunos años me surgió la oportunidad de visitar Nueva York. Nunca antes había pensado en esa posibilidad, pues el objetivo de conocer la Gran Manzana estaba situado muy en la cola de mi “lista de prioridades”, si es que alguna vez había figurado en esa relación. Fue una oferta de vuelo trasatlántico sin límite de días que nos permitió diseñar un viaje por toda la costa oeste hasta Quebec, y, por supuesto, Manhattan. Desde entonces, el retorno a esta ciudad se situó como preferente en mis intenciones viajeras. Nueva York no me dejó indiferente; es un mundo donde caben muchos mundos, no es una ciudad con sus barrios, sino varias ciudades en las que todo el mundo puede encontrar lo que busca, por muy extravagante que sea. Nuestra visita de ocho días nos supo a poco, muy poco. El motivo de que aún no haya vuelto tal vez puede ser que no quiero irme al otro barrio sin haber conocido muchos otros dispares rincones del planeta y los viajes ocupan tiempo, un tiempo -cada vez reparo más en la obviedad- del que dispongo en menor cuantía. Mi afán viajero no se ha visto disminuido con la edad o los achaques; sé que nunca escalaré un ocho mil ni nada parecido, pero aún tengo la ilusión de que las circunstancias políticas me permitan poder disfrutar de las soledades del Tassili N’Ajjer o el Ahaggar, en el sur de Argelia, allá donde se tarda tanto en llegar por avión desde Argel como desde esta capital hasta Londres. Allá donde el desierto se nos brinda en su más genuina y espectacular grandeza, donde podemos disfrutar del aire más diáfano y de las maravillosas explosiones cromáticas de sus rocas; allá donde tienen su asiento las últimas tribus nómadas, o donde eligió su santuario y tumba el gran viajero que fue Charles de Foucauld.

 

Mi ilusión viajera sigue pretendiendo también poder pisar las arenas del desierto de Taklamakan, el de irás y no volverás, pasear la mitificada ciudad de Kashgar, cobijarme bajo el emparrado de Turpan y recorrer ese tramo de la ruta de la Seda que transcurre por la conflictiva región autónoma de Sinkiang, donde la mayoría china, Han, intenta, al igual que en el Tibet, borrar la presencia de los uigures llegados a ese territorio hace más de mil quinientos años. Y procuraré hacerlo antes de que mis condiciones físicas me lo impidan.

 

Quien ha viajado mucho tiene cada vez más trabajo, porque a los lugares que le restan por visitar se unen aquellos a los que regresaría con gusto, de tal forma que en esa lista de prioridades de que hablaba antes se mezclan sin criterio los lugares ignotos con los conocidos. Todo lo llena el vicio de viajar.

 

Llegué a Roma rodeado de reticencias y casi como una obligación. Es cierto que el libro que me incitó a ir allá está escrito desde una situación privilegiada por un autor con tiempo, relaciones y puertas abiertas en algunos lugares de la ciudad, y que he vivido Roma como un turista más con los inconvenientes que acarrea. Ciertamente Roma está desbordada de visitantes, una parte de “sus atracciones” no pueden ser apreciadas sin tener que soportar avalanchas de personas en cualquier época del año. Quien va a Roma solo para visitar sus monumentos, posiblemente no querrá volver. Y es precisamente por eso, porque me he desprendido de una especie de obligación moral, una necesidad de ver con mis propios ojos lo que se me presentaba como maravilla en los libros de arte y de historia, por lo que me han quedado ganas de volver. Roma no es su pasado romano, no son sus iglesias barrocas, no es su historia reciente tras la unificación, no su desgarro mussoliniano, ni el núcleo vaticano que aunque estado independiente forma parte indisoluble de Roma. Es todo eso mezclado con la “normalidad” de los barrios periféricos, residenciales selectos, populares de las películas de Pasolini, y todo convenientemente aderezado con una forma de vivir impregnada de las esencias de todas las experiencias históricas, lo que le da sustancia al caldo. Dicen que catalogar a los habitantes de una ciudad dotándoles de virtudes y defectos inherentes a su forma de ser por el simple hecho de haber nacido allí es un tópico que no tiene por qué cumplirse. Discrepo de eso: creo que una ciudad es una especie de organismo vivo cuyos miembros han adoptado pautas de conducta y normas de comportamiento social heredadas de generaciones que suponen respuestas similares ante determinadas situaciones que no son las mismas que se podrían dar en otra ciudad. Solo las ciudades de nuevo cuño formadas por oleadas de inmigración procedente de diversos puntos carecen de esa especie de códigos de conducta comunes, que se irán elaborando tras muchas generaciones; o no, porque la globalización uniformadora de las costumbres a causa de la inmediatez y machaconería comercial de los medios de comunicación nos está imponiendo formas de vida idéntica en todo el orbe, quedando las particularidades fuera de la esfera del comportamiento social cotidiano y como anécdota para exhibir en festividades que atraerán turismo y divisas.

 

Si tras los quince días de mi estancia me preguntasen si conozco Roma, la respuesta sería que no. He visto algo de Roma, tal vez algo más de lo que casi todo el que contrata un viaje organizado puede ver: lo superficial y lo espectacular; y me sucede como a aquel que se libra de una necesidad imperiosa quedando aliviado y dedica después su mirada serena a tratar de captar con parsimonia lo que antes por el apremio no le había sido permitido: la realidad oculta de una ciudad. Por eso, porque sé que ahora puedo compaginar la contemplación sosegada de sus maravillas con la vivencia de sus encantos, volveré a Roma, y procuraré que mi vuelta sea de la mano de personas que puedan introducirme en los diversos ambientes de la cautivadora ciudad.

 



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