Te va a gustar. Te va a gustar Perugia, me decía con alguna insistencia Trini. Y es que, conociéndome, sabía que una estancia en la pequeña capital de Umbria iba a cuadrar con mis preferencias viajeras. Dicen que uno siempre vuelve al sitio donde fue feliz y te prometo, viajero, que Perusa (nombre en español) se podría definir a la perfección como uno de esos lugares. Hay que volver, por tanto. Al menos, marcado está en la lista de los reencuentros, una lista tan larga ya de la que, me temo, será difícil tachar muchos de los inolvidables lugares a que hace referencia.
Roma, Florencia, Nápoles, Milán, Venecia, Bolonia… joyas italianas que deslumbran y marcan las predilecciones de los turistas que disponen de poco tiempo; bellas, pero a las que la huella del turista deja marca. Destinos tan apreciados que hacen que ciudades como la capital umbra se sitúen en segundo plano de las inclinaciones de los consumidores de la industria turística. Y mi pensamiento es que así debe seguir siendo, pues estimo que los peruginos y peruginas no necesitan de la masificación para resultar la suya una ciudad dinámica y próspera. Como debe ser. Habría que establecer una especie de canon mediante el cual, una ciudad o pueblo, o enclave de interés, no debería soportar un número de visitantes mayor que una fracción por determinar del número total de habitantes del lugar. Solo así se podría preservar la identidad y la esencia del territorio que es, al fin y al cabo, lo que los visitantes queremos tener la suerte de sentir.
No había muchos trenes directos desde Roma a Perugia, y los que había no nos convenían por su horario. Había que hacer trasbordo en Foligno para tomar allí otro tren hacia Perugia. Aquel día de junio llegamos con el suficiente retraso como para perder el enlace; afortunadamente nos advirtieron que no saliéramos del convoy, pues iba a ser ese mismo el que a los pocos minutos nos iba a trasladar a nuestro destino. Llegamos, por tanto, con pocos minutos de retraso respecto al horario previsto.
Una vez en la estación, para ir al centro histórico tendrás que subir colina arriba bien en coche, autobús o tomando su particular Minimetro, un pequeño ferrocarril de pocas paradas que conecta el centro histórico con el resto de la ciudad y que bien merece la pena abordar en sus cuidados pequeños vagones sin conductor de un máximo de cincuenta personas de capacidad, que allana la subida a la acrópolis donde se sitúa la ciudad alternando túneles y viaductos panorámicos de hasta ciento sesenta metros de altura. Con una frecuencia media de algo más de dos minutos, es la mejor opción si vamos al centro. A cincuenta metros de la estación de ferrocarril se sitúa la parada de Fontivegge y nos lleva al centro en Pincetto, tres paradas después. Nada más salir del vagón, unas escaleras mecánicas o un funicular nos deja en el meollo de la ciudad vieja.
¡Qué sensación, la que percibes al penetrar en las primeras calles y pasar bajo los arcos medievales, hasta desembocar en la Piazza della Repubblica! A ambos lados, el Corso Pietro Vanucci te conduce, a la izquierda a los impresionantes miradores de la plaza Italia, y a la derecha, a lo largo de la fachada del palacio de los Priores, hoy sede de la Galería Nacional de Umbría, hasta la plaza del IV de Noviembre, con la fuente y la catedral de san Lorenzo al fondo. Es la impresión de pisar un paisaje urbano que apenas ha cambiado desde los tiempos de la familia Baglioni y los peruginos que se atrevieron a enfrentarse a la autoridad papal.
Las primeras reseñas documentales de esta ciudad de orígenes etruscos datan del año 310 a.C., para posteriormente ser ocupada por los romanos y más adelante, en el año 40 antes de nuestra era, constituir el escenario bélico de la rivalidad entre Octaviano, quien años después sería Augusto, y Marco Antonio. Tras su destrucción, el flamante emperador mandó reconstruirla con el nombre que actualmente tiene, y más tarde adquirió la categoría de colonia Vibia Perusa. De la antigüedad tardía y alta edad media sabemos que por allí pasaron ostrogodos, bizantinos y longobardos, hasta que el 756 fue entregada al Papa, permaneciendo bajo su dominio mil años, hasta 1797, en que Napoleón la conquistó proclamándola capital de la República Tiberina.
Es durante el milenio de pertenencia a los estados pontificios cuando la ciudad adquirió su fisonomía, que luce actual en los burgos, castillos, palacios, callejuelas, murallas y fortalezas tan características de esa época. Una influencia medieval que sigue siendo palpable en el entorno, imbatible al paso del tiempo.
Y justo en ese Corso Vanucci, en el centro de aquella no muy extensa explanada que constituye el núcleo esencial de la ciudad vieja, habíamos reservado habitación en el hotel Locanda della Posta, un establecimiento ubicado en un edificio histórico, que tras ser la sede palaciega de una importante familia se transformó en una posada de lujo con derecho a establo en el siglo XVIII. Tras su conversión en hotel, la inexistencia de otros establecimientos del ramo propició que se alojasen allí personajes célebres, entre los que cabe destacar a W. Goethe, Federico II de Prusia o el filósofo Wilhelm von Humboldt. El hotel estaba recién remozado y conserva parte de la decoración original en las zonas comunes. Lo único que se echa de menos es un salón agradable y acogedor para descansar o leer tranquilamente durante los periodos en que cesa la actividad visitadora turística y, fatigados tal vez, nos recogemos para recuperar energías o simplemente disfrutar de la tranquilidad de la estancia en un edificio singular. Hay que tener en cuenta que tu hotel se convierte en tu hogar cuando estás fuera de tu casa, y que resulta muy agradable poder permanecer en un salón confortable cuando la “dura jornada turística” termina, antes de ir a la cama.
De las numerosas ofertas gastronómicas que nos ofrece nos decantamos, la misma noche de nuestra llegada, por el muy celebrado Ristorante La Taverna, en Via delle Streghe, 8, está a ciento cincuenta metros del hotel, tomando la cuesta con escaleras que bajan por la izquierda una vez en la Plaza de la República. La terraza estaba completa, pero en el interior había mesas libres. En La Taverna hay de todo, pero en especial, pasta. Hay que probar, acompañado por un buen vino prosecco de la casa, los raviolis de trufa negra con parmesano o las sorprendentes costillas de cordero, los generosos pappardelle. o la tarta tatin, francesa ella, pero muy bien adaptada.
Uno de los inconvenientes de hacer turismo hoy en día en los lugares más solicitados es la imposibilidad de viajar libremente sin tener que reservar alojamiento o restaurante. Si viajas a tu libre albedrío corres el riesgo de no encontrar lugar donde dormir, ni bueno ni mediocre, como nos ha ocurrido en alguna ocasión. Al menos te toca peregrinar física o telefónicamente durante algún tiempo hasta dar con un cobijo que incluso no sea muy de tu agrado. Del mismo modo, en los lugares de comida más celebrados no vas a encontrar hueco sin haber reservado, y habrás de contentarte a veces con una sentada en un lugar del montón, dando simple satisfacción a la necesidad física de llenar el estómago.
Por favor, no me juzguen pijo, elitista o sibarita. Viajar es, por supuesto, adaptarse a lo que hay en cada lugar, pero el viaje consiste en convocar a todos los sentidos para que concurran en el conocimiento de la realidad del sitio que se visita. No solo la vista; también hay que saborear los productos que te ofrece la tierra. Unas veces menos económicos por el exceso de demanda y otras increíblemente baratos, como unas migas con huevo frito y chorizo en un lugar insospechado de un pueblo de la sierra. Viajar es también sentir los olores de la tierra, de la actividad humana, unos más agradables que otros; escuchar los sonidos, los ruidos propios del terreno, incluida la música, popular callejera o importada de un festival, tradicional o moderno. Llegar a palpar las peculiaridades táctiles de los productos y, esto es más difícil porque sería degradante, las piedras, los materiales que conforman el entorno…
De cualquier modo, cada día tenemos más difícil viajar sin encasillarnos en horarios y citas que constriñen la sensación de libertad que proporciona el viaje.
Perugia, al menos por aquellas fechas de finales de junio, ofrecía la sensación de ciudad agradablemente concurrida sin agobios y presiones propias del turismo de masas. El día veinte se celebraba un partido de fútbol de la Eurocopa 2024 entre Italia y España. Al efecto, además de las terrazas de los bares que exhibían sus televisores de pantalla gigante se había dispuesto una gran pantalla en la plaza IV de Noviembre, al lado de la fontana Maggiore y con telón de fondo de la catedral, y con una larga barra para servir bebidas a los espectadores. No somos muy de fútbol, especialmente yo, pero no pudimos sustraernos a disfrutar de una parte en la calle, viendo sufrir a los italianos por la derrota que infligió una superior selección española a juicio de la mayoría de los espectadores, tal vez no de los tifosi más recalcitrantes.
No vamos a extendernos en detalles describiendo los monumentos más notables de Perusa; para eso están las guías, y este tratado es más de relatos que de retratos, de sensaciones para compartir que puedan servir de acicate al lector, pero nunca suplantar sus propias emociones. Las personas con sensibilidad y/o conocimientos históricos y artísticos podrán deleitarse con la majestuosa entrada a la ciudadela a través de una puerta que a pesar del tiempo transcurrido conservó su arco etrusco. Podrán asombrarse con el ingenio del pozo etrusco que surtió de agua a la fortificación urbana hasta muchos siglos después de ser construido.
Asombro causa también el ingenio de Fra Bevignate, quien, junto con Boninsegna de Venecia se las compuso para llevar el agua cuesta arriba a la ciudad a través de un sistema de embarcaciones y tuberías de plomo. El acueducto medieval del siglo XIII al que se accede tras una larga escalinata da fe de ello. Así, la Fontana Maggiore en el centro de la Plaza IV de Noviembre, se benefició de tan magna obra hidráulica; una fuente diseñada también por el citado Fra Bevignate, urbanista que murió en el transcurso de las obras de construcción de la catedral de san Lorenzo, obra suya también. Por todos sus logros, una inscripción en la fuente proclama al clérigo arquitecto “padre de Perugia”
Se deleitará el visitante con la extensión y magnificencia de la colección de arte que atesora la Galleria Nazionale dell’Umbria, que se aloja en parte del palacio de los priores, cuya entrada se sitúa en el Corso Vanucci. Son tres mil obras distribuidas en cuarenta salas que se agrupan en siete salas que abarcan desde el siglo XIII hasta el segundo Renacimiento, en el XVI. Ni que decir tiene que el visitante podrá disfrutar con obras creadas por los más renombrados artistas del país del arte.
Si de panorámicas se trata, un espolón rocoso como Perugia las ofrece en especial desde el mirador que constituye el límite de la Plaza de Italia, entre palacios y jardines donde acostumbran a pasear los peruginos; hay un mirador que abarca gran parte de la campiña umbra, y no es el único: la terraza del mercato coperto, desde donde divisas Asís de san Francisco; el horizonte desde la terraza del viale Independenza, o el belvedere Carducci, al final del corso del mismo nombre…
Pero si cada ciudad, cada pueblo, cada entorno tiene una característica por la que merece ser recordado, en mi opinión, Perusa tiene en la Rocca Paolina el referente singular de una ciudad que, aunque sin este monumento ya puede ser celebrada, para mí al menos, constituye la seña de identidad de la villa capital de Umbria. Me explico:
Corría el año 1540. El Papa Pablo III en un intento de enriquecer las arcas de la Iglesia con la excusa de financiar las guerras religiosas, impuso al gobierno local de Perusa un pago por la compra de sal muy superior al habitual, acordado desde hacía muchos años.
Esta desorbitada exigencia irritó a los perugios, quienes se rebelaron contra la decisión papal e iniciaron una serie de violentos enfrentamientos contra la fuerza militar del pontífice, mucho mayor y mejor organizada que la suya.
El ejército papal ocupó Perusa al cabo de unos meses y el Papa decidió asentar su dominio sobre la ciudad construyendo la Rocca Paolina, que fue edificada sobre lo que fueron las casas de la familia Baglioni, cabecillas de la rebelión contra el pontífice. Las casas, calles, torres y patios que se encuentran dentro del perímetro del nuevo edificio que se construyó se incorporaron y cubrieron con bóvedas.
Se trata de un fascinante paseo que recorre el subsuelo de la capital de Umbria al que se accede mediante túneles subterráneos y escaleras mecánicas; es una auténtica ciudad enterrada con calles como la Via Bagliona que te permite pasear entre vías, patios plazuelas y locales, y asomarte a las ventanas de viviendas, talleres y antiguos espacios comerciales. Hoy alberga sedes culturales, tiendas, galerías de arte y exposiciones temporales y permanentes.
No digo más de Perusa. Invito a descubrirla. A comer, para quien guste, unos Baci di Perugia (besos de Perugia) de la marca de chocolate La Perugina. O a probar el auténtico embutido como la porchetta, bresaola o prosciutto di parma, en la Bottega di Perugia de la Piazza Morlacchi. un pequeño local donde pedir un panino para llevar y acompañarlo de una copa de vino en la escalera de la catedral, por ejemplo, como hacen hoy los turistas, sobre todo en las aglomeraciones. Y si venís en julio, lástima para nosotros por haber llegado solo unos días antes, Perugia acoge durante diez días el Umbria Jazz, uno de los más reconocidos festivales de jazz de todo el mundo. Días en los que cuentan que la música invade todo, desde escenarios convencionales hasta recogidas callejas.