La Sierra de Segura VII

LA SIERRA DE SEGURA VII

Otoño en la Sierra de Segura


2.- SEGURA DE LA SIERRA Y RÍO MADERA.

LA CUENCA ALTA DEL SEGURA.

 

Una de las carencias de la comarca son las gasolineras; las hay en Orcera, Cortijos Nuevos, La Puerta del Segura y Santiago; y, como el que no tiene cabeza, tiene que tener pies, - en este caso ruedas-, un olvido nos hizo regresar a medio camino entre Segura y Cortijos para repostar, pues el recorrido que debíamos seguir hoy era muy largo.


Segura de la Sierra impresiona. Ya desde lejos su soberbio castillo desafía a muchas de las alturas de los contornos. Su caserío, como tantos otros antiguos caseríos, trepa en la falda del promontorio queriendo buscar cobijo entre los poderosos muros de la fortaleza.


Dicen que Segura, también como tantas viejas poblaciones henchidas de historia, tuvo sus primeros habitantes no censados antes de la historia escrita, pues cerca de su actual emplazamiento se encuentran las ruinas “¿ibéricas?” de Segura La Vieja. Su riqueza en minas de oro y plata atrajo a fenicios y romanos; los musulmanes la llamaron Saqura, y bajo esta época vivió quizá su mayor esplendor, pues tras la desmembración del califato cordobés logró mantenerse independiente de los grandes reinos de taifas desde 1.103 hasta finales del siglo XII. Dos señores destacaron en este periodo de su historia: Ibn Suar e Ibrahim ben Hausek; tras este corto espacio pasa a depender de sucesivos sultanes hasta que, bajo la Sevilla de Almutamid, cae en 1.242 definitivamente en manos castellanas, siendo la Orden de Santiago la encargada de la administración de la encomienda.


Don Rodrigo Manrique fue Maestre de la Orden en el siglo XV; y no hubiera pasado a la historia si su hijo Jorge no hubiera compuesto con motivo de su muerte la famosa Elegía escrita con revolucionaria métrica: Las Coplas (de pie quebrado o manriqueñas) a la Muerte de su Padre.


Nuestras vidas son los ríos

Que van a dar a la mar

Que es el morir;

Allá van los señoríos

Derechos a se acabar

Y consumir.

 

Esos ríos como el que discurre próximo a Segura o como aquel del castillo de Montizón, el Guadalén, en tierras manchegas, donde Manrique vivió con su esposa años después.

 

Todavía podemos contemplar con la emoción sólo reservada a los que saben sumergirse en la historia, la casa donde vivió el poeta. Junto a ella, otras casas solariegas dan fe del brillante pasado de la pequeña ciudad; pequeña pero encantadora: el trazado de sus calles, limpias y silenciosas, respeta el orden urbanístico de sus tiempos de moros y se disponen en paralelas líneas en la falda del monte, cortada por empinadas travesías, adarves y pasajes blancos de cal, habitados algunos por forasteros, artistas o simplemente enamorados de la quietud y de la larga siesta.


Aún encontramos vestigios de la importancia que tuvo Segura siglos después. En la plaza principal a la que se accede tras pasar el arco medieval reconstruido que da entrada a la ciudad, en el más bajo de sus dos niveles, una fuente renacentista llamada de Carlos V con su frontal decorado en piedra contrasta con la sencillez de las casas que la rodean. El Ayuntamiento está en un palacio adosado a la muralla, y otros edificios nos cuentan cómo fue lugar de residencia a lo largo de los siglos de importantes familias que monopolizaban el comercio de la madera de los bosques del señorío; a la izquierda del arco, Jorge Manrique escribe, ajeno al despejado balcón que constituye la muralla y que se abre sobre los campos más dóciles del noroeste: Orcera en primer término; Benatae y Siles lindando con tierra de Albacete, al fondo; hacia el este, en el fondo de un puerto, la puerta, La Puerta del Segura, que nos vuelve a enseñar el paisaje de lomas y olivos que dejamos al entrar en la sierra.


Después, la siesta de un pueblo que se echó a dormir cuando los tiempos cambiaron, y que ha visto cómo se independizaron algunos de los pueblos del señorío del que era cabeza, y que hoy han superado, dentro del atraso de siglos que lleva esta tierra, en hombres y cosas, a su antigua capital.


Hoy Segura es pasto de grupos de turistas, pero también de gente sensibles que busca los ecos perdidos de la historia, aquellos que sólo se pueden oír en el silencio de estas calles.


Lamentamos aún más el percance del coche que nos impidió deambular con más detenimiento por las calles de Segura de noche y habernos alojado en una de sus casas convertida en hostería, en lugar de hacerlo en la estrecha e inexpresiva alcoba de un hotel sin encanto.

 


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