La perspectiva que nos da el tiempo transcurrido es muy importante para analizar el desarrollo de los acontecimientos que dieron lugar a la llamada “Transición”, calificada de modélica por muchos sectores patrios y foráneos. Es ahora, y no mientras hemos estado sumergidos en este proceso, cuando podemos obtener conclusiones moderadamente inequívocas de lo que nos ha sucedido en estos últimos años.
El 1 de abril de 1964 se conmemoraron los “XXV años de Paz”, y el 14 de diciembre de 1966, Franco convocó un referéndum para aprobar la Ley Orgánica del Estado, una especie de constitución que consagraba la legitimidad del régimen surgido del golpe de estado de 1936. La propuesta fue aceptada mayoritariamente por los españoles mayores de 21 años en un ejercicio de opacidad y sin las garantías necesarias para poder considerar que los ciudadanos hubieran votado en libertad. En el discurso de Navidad de 1969, Franco pronunció la famosa frase de que “todo está atado y bien atado”. Siempre se pensó que solo se refería a la sucesión en la Jefatura del Estado, pero los acontecimientos han demostrado que la expresión estaba dotada de un alcance mucho mayor.
Y ya, el 20 de noviembre de 1975, moría el dictador, curiosamente el mismo mes y día del fusilamiento (en 1936) del falangista José Antonio Primo de Rivera, el ideólogo fascista quien constituyó un símbolo en el Estado una vez muerto. Se cuenta, aunque no está acreditado, que Franco pudo haberle salvado la vida intercambiándolo por presos republicanos, pero de este modo consiguió crear un mártir para la causa y al mismo tiempo librarse de una “mosca cojonera”.
Los seguidores de régimen eran plenamente conscientes de que el entorno de países occidentales donde se movía España no permitiría la pervivencia del régimen autocrático tras la muerte del dictador. Había que adaptar las estructuras del Estado hasta darles apariencia de una democracia de corte occidental. Había que cambiar muchas cosas para que en el fondo nada cambiase. Y el tiempo transcurrido nos da la razón.
Para ilustrar estas afirmaciones hay que echar mano de las hemerotecas. Tras la visita del Presidente de EEUU, Richard Nixon, el 2 de octubre de 1970, un año más tarde, Nixon envió en misión secreta a Madrid al general Vernon Walters para entrevistarse con el dictador.
Fue recibido en El Pardo junto con el ministro de exteriores Gregorio López Bravo y Franco le confesó su profecía: "Yo he creado ciertas instituciones, nadie piensa que funcionarán. Están equivocados. El Príncipe será Rey, porque no hay alternativa. España irá lejos en el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses”.
LA LLAMADA TRANSICIÓN.
Llamamos transición al periodo que siguió a la muerte del dictador. Su duración no está muy definida, pues algunos sugieren que el proceso terminó con la aprobación de la Constitución de 1978; otros apuntan que se prolongó hasta 1982, fecha de la victoria del PSOE en las elecciones generales. Otros ponen en duda incluso de que haya existido una transición real a la democracia, teniendo en cuenta muchos factores que ahora nos muestra el paso del tiempo. Que hubo una transición no cabe duda; incluso ha sido considerada modélica entre muchos países de nuestro entorno. Lo que sería interesante debatir es el alcance real de la misma.
Dada la situación geopolítica de España en 1975, la inexistencia de los estados totalitarios que en 1936 favorecieron el golpe militar, y la lejanía de la URSS y de su esfera de influencia, todos, incluso los más fanáticos del régimen que fueran medianamente inteligentes, comprendían que la situación de dictadura del país no podía sobrevivir al dictador y que el destino irremediable era convertir el estado en una “democracia” en la que el pueblo “soberano” debía ser consultado con periodicidad para que estableciese qué tipo de gobiernos quería que rigiese los destinos del país.
Y a pesar de todos los aspavientos, roces y resquemores, había que dar voz a todas las fuerzas políticas, contrarias y adversas al régimen, incluido al demonizado Partido Comunista, que Santiago Carrillo se había encargado de modernizar desmarcándose de las directrices de la patria rusa. A pesar de que el PCE mantuvo siempre la hegemonía de la oposición a Franco, tanto en el interior como en exterior, los resultados de esta fuerza política en los distintos comicios nunca dejaron de ser discretos, con lo que su presencia llegó a ser residual incluso coaligada con otras fuerzas de izquierda en lo que durante muchos años se viene denominando Izquierda Unida.
Más importante fue el devenir de un Partido Socialista agonizante que en 1974, año del último congreso del PSOE en el exilio, se vio zarandeado por un golpe de timón protagonizado por un equipo de jóvenes provenientes del partido en el interior. Dada la deriva que este partido ha sufrido desde entonces hasta los tiempos que corren, y las manifestaciones actuales de los líderes que en su día asumieron la dirección del partido, la perspectiva que dan los años y los escasos resultados en valores democráticos que podemos contabilizar tras más de cuarenta años del fin de la dictadura, algunos podrían verse tentados a pensar que la nueva dirección del PSOE estaría integrada por topos que el régimen hubiera infiltrado para facilitar la transición hacia formas “democráticas” sin alterar demasiado los resortes del poder.
Para ver lo que era necesario hacer, se produjo un dialogo entre las fuerzas de oposición (“Platajunta”, formada por la Plataforma y la Junta democráticas) y el gobierno de Adolfo Suárez. Las primeras medidas, de índole económica y urgente, dada la situación, se recogieron en los llamados “Pactos de la Moncloa”, así como una hoja de ruta para la reforma jurídica y política que desembocarían en el pacto constitucional.
Gobierno y oposición democrática se pusieron manos a la obra para elaborar una Constitución de consenso en el que unos y otros cedieron. Es analizando las cesiones de unos y otros, contrastándolas con la perspectiva que nos da el tiempo, como podremos analizar si realmente en España podemos disfrutar de un auténtico régimen democrático, comparable al de los países de nuestro entorno europeo.
La primera cuestión, la de la forma de Estado, fue resuelta rápidamente por la tímida profesión de fe republicana del PSOE y el PCE, partidos que, como de puntillas, apelando a la reconciliación nacional, abandonaron rápidamente sus exigencias de restauración de la legalidad vigente derrocada por el golpe de 1936, aceptaron la imposición (no proposición) de Juan Carlos I como Jefe de Estado, y ni siquiera exigieron que fuera el pueblo quien se pronunciara al respecto de forma independiente al resto del texto constitucional.
La carta magna recogía también muchos aspectos que inexorablemente debe recoger cualquier constitución que se llame democrática, algunos de forma tan ambigua como el derecho al trabajo, a una vivienda digna o a la libertad de expresión, dejando a leyes posteriores que nunca llegaron, el desarrollo de forma expeditiva de la posesión y la defensa de tales derechos.
Para diluir las aspiraciones de algunos territorios como el País Vasco y Cataluña, se inventó lo que se dio en llamar “café para todos”, creándose un sistema de autonomías, algunas de ellas artificiosas, que no han servido para el fin para el que fueron creadas: una autonomía política real frente a una fuerte descentralización administrativa, como tal vez hubiera sido aconsejable en algunos casos. Lo cierto es que Cataluña, en parte por la desastrosa e incompetente gestión de los sucesivos gobiernos centrales, vio crecer el número de personas que desean iniciar su andadura separadas del resto de España, mientras que en el País Vasco, tras superar una desgraciada etapa de violencia y terrorismo, doblegados los asesinos por la razón de quienes desean resolver los conflictos de forma pacífica, pudiera resultar que la mayor parte de sus habitantes desearan, si son consultados, separarse del Estado o al menos iniciar otra forma de asociación con el mismo. A este respecto la Carta Magna vigente no recoge un derecho que debe ser fundamental en la sociedad humana: que un colectivo pueda separarse o integrarse en otro mayor si así lo exige una mayoría cualificada de ciudadanos, siempre que se respeten las leyes internacionales y las compensaciones a que haya lugar en cada caso. No se puede obligar a nadie a permanecer en contra de su voluntad y para ello, debe existir la posibilidad de manifestarse en libertad.
Otros aspectos del texto constitucional que dejan jirones del antiguo régimen son las referencias expresas a la Iglesia Católica (por mucho que sea la que más adeptos tenga en España), frente a una declaración somera de estado aconfesional que en la práctica no se cumple. Pero con todo, el sistema de partidos y el reparto de los elementos de la judicatura al arbitrio de las cuotas de poder de los partidos, auguran que la independencia del poder judicial solo se da en el papel, y no en la realidad, como se viene comprobando, incluso como denuncian algunos colectivos de la propia judicatura.
Para resumir este capítulo, algo más extenso, pero muy importante para explicar el devenir histórico de los últimos cuarenta años, concluiremos que, en efecto, los pactos de la transición supusieron la cesión por ambas partes, los “herederos del régimen” por un lado y la oposición democrática por otro.
¿Y qué cedió cada uno? Pues los opositores transigieron con mantener la forma de estado, las estructuras del poder judicial y económico y la imposibilidad de autodeterminación.
Los herederos del régimen transigieron en la libertad de expresión y en el sistema de partidos, un sistema un tanto opaco que permitirá, con la ley electoral adecuada, la alternancia en el poder de los partidos mayoritarios. En palabras con las que suele el pueblo hablar con su vecino: les dejarán jugar a la política de forma vigilada para que se sientan a gusto en sus puestos de poder y ser recompensados al final con un puesto en la administración de las empresas que se mantienen como en el régimen. Una bonita forma de cambiarlo todo para que nada cambie.
Muchos de los que vieron con preocupación que los acontecimientos no presagiaban cambios radicales pensaron que tal vez era demasiado pronto para aspirar a tanto, y pusieron la ilusión en el triunfo de un partido político democrático sin antecedentes franquistas que se encargaría de cambiar las cosas. Entre tanto, el 23 de febrero de 1981 hubo que sufrir un conato de involución protagonizado por unos desnortados que no habían comprendido que el destino de España y de sus controladores no pasaba precisamente por la vuelta a las viejas prácticas franquistas. ¿O las cosas no fueron así? ¿Lo sabremos algún día? No estaba el horno para bollos.
LOS GOBIERNOS DEL PSOE
Llegó el día. El 28 de octubre de 1982 la ilusión de muchos españoles concedió al Partido Socialista Obrero Español la mayoría más amplia que se recuerda en unas elecciones democráticas. Obtuvo casi el 50 por ciento de los votos en el congreso, lo que supuso, merced a la ley electoral que potencia a los partidos mayoritarios, facilitando la alternancia en el poder, la obtención de 202 de los 350 escaños del Congreso, 134 en el Senado. Esta mayoría absoluta se mantendría durante tres legislaturas hasta que el desgaste producido por la corrupción de algunos responsables, la crisis económica de 1992, la supuesta participación en hechos de terrorismo de estado contra la banda ETA, y en general, la desilusión de los votantes de la izquierda, que vieron incumplidas sus aspiraciones de una auténtica reforma del Estado, propiciaron que la cuarta legislatura, ya en mayoría relativa, apoyados por un partido “nacionalista catalán” llamado Convergència i Unió, no se concluyese, convocándose elecciones en 1996, y obteniendo la derecha española, concentrada en el Partido Popular, una exigua mayoría suficiente para gobernar.
Muchos esperaban todo de los primeros gobiernos socialistas. Por fin un partido que no tuvo relación con el régimen de Franco, integrado por personas jóvenes con ideas nuevas, iba a acometer las reformas que dejarían atrás toda una época. El país se modernizó, en gran parte con el dinero proveniente de la Comunidad Europea, en la que ingresó en 1985 (el 90 por ciento de la inversión durante este periodo procedía de la CE). Durante los cinco años siguientes España experimentó el mayor crecimiento de los países de la Comunidad. Se acometieron grandes obras de infraestructuras viales y ferroviarias, se implantó la sanidad universal, el PIB de España se multiplicó por 2,3 hasta situarse por encima de la media europea. Las inversiones extranjeras aumentaron considerablemente, así como las españolas en el extranjero, merced, en parte, a las grandes empresas estatales cuya privatización iniciaron los sucesivos gobiernos del PSOE entre 1985 y 1995.
La economía florecía de forma exuberante. España pasó de ser importadora de capitales a ser netamente exportadora. Ciertamente, los más beneficiados fueron los grandes empresarios, pero las migajas del estado de bienestar se repartieron por casi todas las capas sociales. La renta per cápita aumentó hasta situarse entre las 15 primeras del mundo. Toda esta eclosión de buenos resultados tuvo su escaparate el año 1992, que muchos consideraron talismán para España. Para el año del V centenario del descubrimiento de América, la Exposición Universal de Sevilla, los Juegos Olímpicos de Barcelona y la capitalidad cultural europea de Madrid reflejaron fielmente el ascenso de España dentro del grupo de países privilegiados del mundo.
En el otro platillo de la balanza quedaba un mercado de trabajo que siempre adoleció de tener unas excesivas cuotas de paro, sobre todo femenino y juvenil, temporalidad y falta de cualificación laboral, una situación que le costó la ruptura con el sindicato hermano UGT y la convocatoria de dos huelgas generales. Un déficit comercial de un país que siempre exportó menos que importó, una deficiente inversión en tecnológicas y en I+D… Una política agraria adecuada que debería haber llegado a la redistribución de la propiedad para evitar la penosa imagen de los jornaleros esperando el trabajo precario del terrateniente, y completando los jornales con indignos subsidios-parche de supervivencia que se prestaban a relajación, clientelismo y corruptelas. Y una especie de profesionalización de la política que se inauguró tras los sucesivos éxitos electorales y que propiciaron graves casos de corrupción, estableciéndose lo que dio en llamarse “la cultura del pelotazo”.
Con todo, las carencias más graves de este periodo fue no haber abordado la auténtica renovación de las estructuras de poder del estado. La justicia nunca llegó a funcionar con eficacia, rapidez e independencia, debido, entre otras cosas, a la penuria de medios y a la falta de voluntad política. Se llegó a decir que una justicia tardía era, simplemente, una injusticia. No hubo una reforma del poder judicial, y los partidos políticos mayoritarios se repartían los nombramientos de los órganos de los jueces colocando a personas supuestamente afines a su tendencia partidista. La independencia judicial no ha llegado a existir, y sí asistimos ahora a la injerencia del poder judicial en la vida política.
Como se explicaba en párrafos anteriores, los pactos de la transición crearon una estructura de partidos que dificultaban la participación directa y democrática de los militantes, estableciendo unas estructuras de poder que facilitaron la aparición de profesionales de la política cuyas decisiones solían burlar el control democrático de las bases. En lo que respecta al Partido Popular esto ni siquiera se planteaba, puesto que la decisión de nombrar a los candidatos en las distintas elecciones, por ejemplo, era tomada arbitrariamente por la persona que ejercía el poder político dentro del partido. En el caso del Partido Socialista, en más de una ocasión, la militancia consultada se encargó de derribar las decisiones de sus dirigentes: las mismas ocasiones en que los dirigentes derribaron después las decisiones de la militancia. Esta profesionalización de la política alejó a los políticos de los ciudadanos: los primeros perdieron el sentido de servicio público de su cargo, y los segundos comenzaron a desconfiar de sus propios representantes, en tanto que cada vez se creían menos representados por ellos.
Como consecuencia de lo anterior, no hubo interés en establecer un control eficaz de la financiación de los propios partidos, ni de las cuentas públicas, que evitase o corrigiese de inmediato, como en otros países del entorno, el enriquecimiento ilícito tanto personal como corporativo. Esta falta de transparencia facilitó la existencia de decenas de casos de corrupción que se han venido produciendo y a las que aún no se ha puesto remedio, entre otras causas por la inoperancia de la Justicia a la que aludíamos antes.
La estructura económica se mantuvo en las grandes empresas cuyos propietarios siguieron siendo los que ejercían el poder económico en el anterior periodo, incluso llegando a acceder al control de las empresas privatizadas y estableciendo como premio a los políticos que se jubilaban la participación en los consejos de administración o consultorías de las empresas, en pago de sus servicios. Lo que ha dado en llamarse “puertas giratorias”.
No se llegó a abordar, porque aún debió de parecer precipitado, la restitución de la memoria y compensación a los que sufrieron los rigores de la represión tras el golpe militar de 1936. No parecía oportuno hurgar en las viejas heridas que se abrieron en una época que dejó castigados los excesos de una parte e impunes los de otra, en pro de una reconciliación que seguramente llegará cuando todas las víctimas de la contienda sean consideradas por igual en la memoria colectiva.
Aun así, la omisión más grave que en doce años de mayorías absolutas cometieron los sucesivos gobiernos del PSOE se dieron en lo referente a la formación de la ciudadanía. La oposición de la derecha recalcitrante en materia educativa siempre ha sido frontal. Nunca, en los catorce años de gobierno de Felipe González se pudo establecer una reforma educativa eficaz que garantizase y afianzase para siempre una auténtica igualdad de oportunidades. Sí es cierto que se fortaleció el sistema de becas. Se recurrió a los conciertos con la enseñanza privada para paliar la deficiencia de establecimientos públicos, pero una vez conseguido esto último, el Estado no ha ido suprimiendo los conciertos y el resultado ha sido un reforzamiento de la privada con fondos públicos y un deterioro de la pública. Una política educativa que a la larga asegurase la formación necesaria no solo en el aspecto profesional, sino que los ciudadanos adquirieran la independencia de criterio para poder determinar con eficiencia qué aspectos de la vida social, económica y política pueden serles favorables y cuáles no. Inculcar en la ciudadanía el respeto y observancia de la ley y las normas y el repudio de los infractores. Acabar con la idea de que el español cumple la ley bajo la amenaza de sanción y no por convencimiento de que es bueno para la comunidad. Una formación que les permita distinguir y seleccionar la avalancha de informaciones contradictorias y muchas veces tendenciosas y falsas que proporcionan los medios pagados por los poderes “fácticos” y poder decidir con auténtica libertad.