Tras la muerte del dictador, los seguidores y beneficiarios del régimen medianamente inteligentes eran plenamente conscientes de que el entorno de países occidentales donde se movía España no permitiría la pervivencia de un régimen autocrático. Había que adaptar las estructuras del Estado hasta darles apariencia de una democracia de corte occidental. Había que cambiar muchas cosas para que en el fondo nada cambiase. Y el tiempo transcurrido nos da la razón.
En el discurso de Navidad de 1969, Franco pronunció la famosa frase de que «todo está atado y bien atado». Siempre se pensó que solo se refería a la sucesión en la Jefatura del Estado, pero los acontecimientos han demostrado que la expresión estaba dotada de un alcance mucho mayor.
Hacía ya años que el feroz anticomunismo de Franco y las ambiciones imperialistas de la nueva potencia emergente, los Estados Unidos de América, paladín de las libertades frente a la esclavitud de los países de la órbita soviética, propiciaron la incorporación de España al mundo occidental, plasmada en la visita del presidente de USA, Dwight Eisenhower, en diciembre de 1959. España cedió terreno para la instalación de bases militares, autoidentificándose el Caudillo como «centinela de occidente», y a cambio recibió dinero, ayudas y un cierto reconocimiento internacional. No sería la última vez que Estados Unidos apoyase y mantuviese un régimen dictatorial y genocida si convenía a sus intereses. El papel mojado de los derechos humanos ni siquiera se cumple en el país de la libertad y las oportunidades, sobre todo con las minorías étnicas. Ejemplos de ello los tenemos que lamentar muy recientemente. Si a Estados Unidos y al bloque occidental no hubiese convenido la postura antisoviética de Franco, el régimen habría sobrevivido solo unos años y el dictador no hubiera muerto en 1975 como jefe del estado.
Había que dar voz a todas las fuerzas políticas, contrarias y adversas al régimen, incluido al demonizado Partido Comunista, que Santiago Carrillo se había encargado de modernizar desmarcándose de las directrices de la patria rusa.
Gobierno y oposición democrática se pusieron manos a la obra para elaborar una Constitución de consenso en el que unos y otros cedieron. Es analizando las cesiones de unos y otros, contrastándolas con la perspectiva que nos da el tiempo, como podremos razonar si realmente en España podemos disfrutar de un auténtico régimen democrático, comparable al de los países de nuestro entorno europeo.
La primera cuestión, la de la forma de Estado, fue resuelta rápidamente por la tímida profesión de fe republicana del PSOE y el PCE, partidos que, como de puntillas, apelando a la reconciliación nacional, abandonaron rápidamente sus exigencias de restauración de la legalidad vigente derrocada por el golpe de 1936, aceptaron la imposición (no proposición) de Juan Carlos I como Jefe de Estado, y ni siquiera exigieron que fuera el pueblo quien se pronunciara al respecto de forma independiente al resto del texto constitucional.
La carta magna recogía también muchos aspectos que inexorablemente debe recoger cualquier constitución que se llame democrática, algunos de forma tan ambigua como el derecho al trabajo, a una vivienda digna o a la libertad de expresión, dejando a leyes posteriores que nunca llegaron, el desarrollo de forma expeditiva de la posesión y la defensa de tales derechos.
Para diluir las aspiraciones de algunos territorios como el País Vasco y Cataluña, se inventó lo que se dio en llamar «café para todos», creándose un sistema de autonomías, algunas de ellas artificiosas, que en algunos aspectos no han servido para el fin para el que fueron creadas: una autonomía política real frente a una fuerte descentralización administrativa, como tal vez hubiera sido aconsejable en algunos casos. Lo cierto es que Cataluña, en parte por la desastrosa e incompetente gestión de los sucesivos gobiernos centrales, ve crecer el número de personas que desean iniciar su andadura separadas del resto de España. En el País Vasco, tras superar una desgraciada etapa de violencia y terrorismo, doblegados los asesinos por la razón de quienes desean resolver los conflictos de forma pacífica, pudiera resultar que la mayor parte de sus habitantes desearan, si son consultados, separarse del Estado o al menos iniciar otra forma de asociación con el mismo.
Los pactos de la transición supusieron la cesión por ambas partes: los herederos del régimen por un lado y la oposición democrática por otro. ¿Y qué cedió cada uno? Pues los opositores transigieron con mantener la forma de estado, las estructuras del poder judicial y económico y la imposibilidad de autodeterminación.
Los herederos del régimen transigieron en la libertad de expresión (ahora vemos que un tanto condicionada) y en el sistema de partidos, un sistema un tanto opaco que permitiría, con la ley electoral adecuada, la alternancia en el poder de los partidos mayoritarios. En pocas palabras, les dejarían jugar a la política de forma vigilada para que se sintieran a gusto en sus puestos de poder y ser recompensados al final con un puesto en la administración de las empresas que se mantienen como en el régimen. Una bonita forma de cambiarlo todo para que nada cambie.
Llegó el día. El 28 de octubre de 1982, la ilusión de muchos españoles concedió al Partido Socialista Obrero Español la mayoría más amplia que se recuerda en unas elecciones democráticas. Obtuvo casi el 50 por ciento de los votos en el congreso, lo que supuso, merced a la ley electoral que potencia a los partidos mayoritarios, facilitando la alternancia en el poder, la obtención de 202 de los 350 escaños del Congreso, 134 en el Senado. Esta mayoría absoluta se mantendría durante tres legislaturas hasta que el desgaste producido por la corrupción de algunos responsables, la crisis económica de 1992, Muchos esperaban todo de los primeros gobiernos socialistas. Por fin un partido que no tuvo relación con el régimen de Franco, integrado por personas jóvenes con ideas nuevas, iba a acometer las reformas que dejarían atrás toda una época. Y esta etapa supuso un despegue económico sin precedentes, ayudado casi exclusivamente por los dineros de Europa, bonanza cuyas migajas alcanzaron una gran parte de la sociedad española haciendo aparecer la era de las grandes especulaciones, lo que fue dado en llamarse la cultura del pelotazo.
La carencia más grave de este periodo fue no haber abordado la auténtica renovación de las estructuras de poder del estado. La justicia nunca llegó a funcionar con eficacia, rapidez e independencia, debido, entre otras cosas, a la penuria de medios y a la falta de voluntad política. Se llegó a decir que una justicia tardía era, simplemente, una injusticia. No hubo una reforma del poder judicial, y los partidos políticos mayoritarios se repartían los nombramientos de los órganos de los jueces colocando a personas supuestamente afines a su tendencia partidista. La independencia judicial no ha llegado a existir.
Como se explicaba en párrafos anteriores, los pactos de la transición crearon una estructura de partidos que dificultaban la participación directa y democrática de los militantes, estableciendo unas estructuras de poder que facilitaron la aparición de profesionales de la política cuyas decisiones solían burlar el control democrático de las bases. En lo que respecta al Partido Popular, esto ni siquiera se planteaba, puesto que la decisión de nombrar a los candidatos en las distintas elecciones, por ejemplo, era tomada arbitrariamente por la persona que ejercía el poder político dentro del partido. En el caso del Partido Socialista, en más de una ocasión, la militancia consultada se encargó de derribar las decisiones de sus dirigentes: las mismas ocasiones en que los dirigentes derribaron después las decisiones de la militancia. Esta profesionalización de la política alejó a los políticos de los ciudadanos: los primeros perdieron el sentido de servicio público de su cargo, y los segundos comenzaron a desconfiar de sus propios representantes, en tanto que cada vez se creían menos representados por ellos.
Como consecuencia de lo anterior, no hubo interés en establecer un control eficaz de la financiación de los propios partidos, ni de las cuentas públicas, que evitase o corrigiese de inmediato, como en otros países del entorno, el enriquecimiento ilícito tanto personal como corporativo. Esta falta de transparencia facilitó la existencia de decenas de casos de corrupción que se han venido produciendo y a las que aún no se ha puesto remedio, entre otras causas por la inoperancia de la justicia a la que aludíamos antes.
La estructura económica se mantuvo en las grandes empresas cuyos propietarios siguieron siendo los que ejercían el poder económico en el anterior periodo, incluso llegando a acceder al control de las empresas privatizadas y estableciendo como premio a los políticos que se jubilaban la participación en los consejos de administración o consultorías de las empresas, en pago de sus servicios. Lo que ha dado en llamarse «puertas giratorias».
Aun así, la omisión más grave que en doce años de mayorías absolutas cometieron los sucesivos gobiernos del PSOE se dio en lo referente a la formación de la ciudadanía. La oposición de la derecha recalcitrante en materia educativa siempre ha sido frontal. Nunca, en los catorce años de gobierno de Felipe González –tampoco después- se pudo establecer una reforma educativa eficaz que garantizase y afianzase para siempre una auténtica igualdad de oportunidades. Sí es cierto que se fortaleció el sistema de becas. Se recurrió a los conciertos con la enseñanza privada para paliar la deficiencia de establecimientos públicos, pero una vez conseguido esto último, el Estado no ha ido suprimiendo los conciertos y el resultado ha sido un reforzamiento de la privada con fondos públicos y un deterioro de la pública. Una política educativa desde la primera infancia hasta los adultos que a la larga asegurase la formación necesaria no solo en el aspecto profesional, sino que los ciudadanos adquirieran la independencia de criterio para poder determinar con eficiencia qué aspectos de la vida social, económica y política pueden serles favorables y cuáles no. Inculcar en la ciudadanía el respeto y observancia de la ley y las normas y el repudio de los infractores. Acabar con la idea de que el español cumple la ley bajo la amenaza de sanción y no por convencimiento de que es bueno para la comunidad.
Una formación que les permita distinguir y seleccionar la avalancha de informaciones contradictorias y muchas veces tendenciosas y falsas que proporcionan los medios pagados por los poderes fácticos y poder decidir con auténtica libertad.
Como resumen de todo lo anterior queda, tras el análisis del tiempo transcurrido, y la constatación de la situación que actualmente se vive, volver a recapacitar sobre si la transición ha constituido solo en que nos permitan jugar a la política sin pasarnos, que vayamos a votar cada cierto tiempo y que podamos expresarnos con libertad sin que nos metan en la cárcel. Aunque en eso del derecho al pataleo hemos podido constatar que últimamente hemos retrocedido un poco.
Y el partido socialista, clave en todo este proceso, cuando la monarquía toca fondo en la persona de un rey que constituyó una esperanza y ahora es una decepción, tiene en sus manos en este parlamento volver a centrarse en el republicanismo que manifestó en su día durante la redacción del pacto constitucional. En sus manos está ¿o no está? Renovar las estructuras de poder del Estado, permitir y fomentar la investigación de presuntos actos delictivos cometidos fuera del ámbito oficial de la corona, y promover la consulta al pueblo para que sea el pueblo soberano quien decida.
No lo hace. ¿Por qué?, ¿porque todo está atado y bien atado?, ¿porque se está cómodo en la poltrona del partido político que se alterna en el poder?, ¿porque algunos de sus dirigentes tienen algo que callar de cuando ejercieron el poder sin cortapisas?, ¿porque sigue habiendo una estructura falsamente democrática dentro del partido?, ¿porque está condicionado por el poder de siempre que emana de los herederos del antiguo régimen?, ¿porque… (ahí escriba cada uno lo que quiera)?
Por lo que sea, El PSOE tiene la culpa de que el pueblo no hable. ¿Dónde está la militancia del PSOE? El sistema de organización y funcionamiento del partido impide que los ciudadanos y ciudadanas con carnet puedan protagonizar abiertamente su sentir, enmendando la plana a los controladores territoriales y nacionales, como han hecho en más de una ocasión. Tal vez sea este el momento de demostrar si la opinión de una gran parte del electorado que milita en el partido está conforme con la actitud de sus dirigentes. El asunto tiene tanta enjundia como para que constituya un revulsivo para las conciencias adormecidas, como para que la dirección del partido tenga la iniciativa de someter la cuestión a la voluntad de su militancia. No lo hará.
Las apariciones del PSOE en los gobiernos son la concesión extrema del “establishment” cuando las circunstancias así lo aconsejan. El PSOE –mejor dicho, la jerarquía del partido sometida, de la militancia no hablamos- es una especie de línea roja. Cruzarla sería arriesgarse a que el país sufra una auténtica reforma de las estructuras de poder económico, judicial, militar y policial, que pondría en peligro la estabilidad de los detentadores del poder. De ahí el insomnio que provocaba inicialmente a Pedro Sánchez la idea de coalición con la extrema izquierda. De ahí la vehemencia con que se aplican en destruir a los partidos y líderes que amenazan esa estabilidad, usando toda la artillería mediática y de otra índole de que disponen y provocando la escisión de la derecha con la aparición de una ultraderecha que tiene su campo abonado en los votantes de clases populares que han sido obligados a pensar que los partidos tradicionales no han querido resolver sus problemas.
El 12 de enero de 2019 quedó conformado un gobierno de coalición débil, poco compenetrado y muy dependiente de la voluntad de otros partidos, lo que limitará mucho la capacidad de acción del ejecutivo; nada malo, incluso bueno, si en España existiera una mentalidad de pacto y entendimiento al servicio de la cosa pública, algo que, herencia de un pasado de intransigencias, intereses oscuros, de oposición sistemática, de exclusiones y poco diálogo, hoy en día en las Españas no existe, lo que demuestra una vez más falta de cultura democrática porque, sin más rodeo, en la acepción más genuina del término, que implica que en una democracia tiene que haber demócratas de conciencia y no solo de palabra, en España no hay democracia. Y lo peor es que muy pocos la esperan, porque la mayoría cree que vivimos en ella.
Después de tantos años transcurridos, el país sigue impregnado de un franquismo sociológico que se mira en la expresión atribuida al propio Francisco Franco: «Haga como yo, no se meta en política».
Esta situación, buscada y conseguida por las élites que son las que, a fin de cuentas, siguen controlando el país, ha creado una base social amorfa, deformada y desinformada por los medios paniaguados del que ya llamamos «régimen del 78», heredero del franquismo, que son los más en este país, y con la connivencia de las fuerzas progresistas, que ha producido un atocinamiento del que son un ejemplo visible las expresiones frecuentemente usadas («Yo no me meto en política» o «Todos los políticos son iguales»), en la ignorancia de que, si el pueblo no se mete en política, siempre habrá alguien que haga política por él, y no precisamente en beneficio del pueblo.
José María Barbado.