Ha llegado el momento. Es el del vecino al que apenas saludamos habitualmente en la escalera de nuestro bloque y a quien nunca hemos tenido en cuenta y que ahora valoramos con simpatía, frente a nosotros, cuando se asoma a su balcón para aplaudir todas las tardes a las 20 horas a los profesionales sanitarios que están arriesgando su salud por combatir el Apocalipsis que supone un virus que nos amenaza. Y que nos sentiremos héroes por salir al balcón a dar palmas o a mandar consejos e informaciones bienintencionadas a nuestra comunidad contribuyendo a aliviar el aislamiento o el tedio. Es humano, comprensible y en algunos casos pura postura.
Cuidado: No estoy hablando de aquellos que están sufriendo en sus carnes la desgracia de perder un familiar o ser ellos mismos los afectados. Ellos y ellas tendrán pocas ganas de lamentarse en whatsapp o de cantar “resistiré” (una forma más de vencer la monotonía del aislamiento). Probablemente ese vecino o vecina al que ahora vemos como una especie de aliado en la desgracia colectiva tuviera sus problemas gordos y nosotros nunca habríamos reparado en él o ella porque sus asuntos particulares siempre nos han importado un bledo.
Después de los sanitarios aplaudimos también a los policías que se arriesgan para custodiar nuestros movimientos en cumplimiento de las órdenes de confinamiento emanadas del gobierno que cuida de nosotros. Y de los trabajadores que no tienen más remedio que acudir a su puesto de trabajo para procurarnos los suministros que vamos a necesitar, mientras nosotros nos ponemos a buen recaudo para evitar ser contagiados y a la vez no contagiar. Ellos, los sanitarios, los proveedores y las fuerzas de seguridad no están para fiestas. Hacen su trabajo y esto en sí ya es una heroicidad, máxime por parte de los jóvenes estudiantes y sobre todo los sanitarios jubilados con el riesgo que corren. Todo esto es hermoso. Y nosotros aplaudimos muertos de miedo. Esa es la consigna. Esos sanitarios, esos trabajadores de los suministros, esos policías, se quedarían también en sus casas, pero es su trabajo, y si no lo hacen, aunque estuviera justificado no hacerlo por el deseo básico de preservar su salud, incurrirían no solo en el incumplimiento de sus obligaciones, por lo que serían despedidos, sino en el descrédito de unos vecinos que, escudados en sus casas, les alentamos para que continúen su labor protectora. Y salvo unos descerebrados que hacen caso omiso a las recomendaciones de las autoridades, en nosotros nace un sentimiento de solidaridad, de la buena persona que llevamos dentro, y descubrimos que existen otras personas que comparten el mismo riesgo que sufrimos nosotros. Y no percibimos que en muchos, el sentimiento de fraternidad que ahora nos conmociona no pudiera ser más que un egoísmo enmascarado de solidaridad que mimetiza nuestro miedo.
Y cuando todo esto haya pasado, cuando la amenaza del virus que puede matar a ricos y pobres no se cierna sobre las cabezas de todos, cada uno de nosotros volverá a las rutinas diarias, y los que tienen un colchón bendecirán haber podido superar la crisis que arrastrará al desempleo y la necesidad a tantas criaturas y a tantos autónomos de los que viven al día que habrán perdido sus fuentes de ingresos. Y cuando las arcas del estado se hayan vaciado para sostener esta crisis y no haya más remedio que recortar, los de siempre sufrirán las consecuencias, y la solidaridad, alejado el peligro de la supervivencia, se hará más tibia; y a los trabajadores en general, servidores públicos y pensionistas se les congelará el sueldo y se les escamoteará alguna paga extraordinaria (es lo que se tiene más a mano) para paliar los efectos de la debacle, y como de los más pudientes no saldrá la iniciativa masiva de despojarse de la mayor parte de sus bienes para distribuirla entre los que sufren, (una práctica auténticamente cristiana y humanitaria), el gobierno no será capaz de afrontar esta medida por fuerza ya que no se va a hacer de grado. Quedará en la memoria colectiva lo buenos que fuimos y los gestos que tuvimos cuando el enemigo nos amenazaba a todos; y lo contaremos a nuestros nietos como una batallita más.
Pero la solidaridad, la auténtica hermandad entre los seres humanos, no solo se debe manifestar en estas ocasiones excepcionales como fruto del miedo colectivo, sino en cualquier momento de la vida cotidiana, y más debería mostrarse en respuesta a las secuelas que nos habrá dejado la amenaza. Ese momento en el que volveremos a cruzarnos con el vecino sin apenas saludarle, y del que nos volverán a importar un bledo sus problemas.
Ojalá me equivoque… ojalá me equivoque y esta vez no sea así.